Imperios de la mente— En busca de lo invisible

Autor: Dr. José Martín Méndez González

 

¿Por qué deberían nuestros procesos cognitivos haberse sintonizado a tan extravagante búsqueda como el entendimiento del Universo entero? ¿Por qué deberíamos ser nosotros?… Cuán fortuito es que nuestras mentes (o al menos las mentes de algunos) hayan sido preparadas para desentrañar los profundos secretos de las Naturaleza.

John Barrow, Theories of everything: The quest for ultimate explanation.

Antes de convertirse en el “destructor de mundos” dirigiendo el proyecto Manhattan, el Dr. Robert Oppenheimer investigó lo que sucedería cuando muriera una estrella. Típicamente, el destino final de una estrella depende en gran medida de la masa que posea. Si la estrella, después de agotar su combustible posee una masa similar a la del Sol, ésta colapsa y se convierte en una enana blanca. Otras historias son posibles para una estrella moribunda si, tras agotar su combustible, posee aproximadamente una masa mayor o igual a 1.5 veces la del Sol. De ser así, entonces, debido al colapso gravitacional la estrella puede convertirse en una estrella de neutrones o en un agujero negro (como ven, no hay de qué preocuparse, nuestro Sol terminará siendo una enana blanca). A este criterio que sirve de frontera entre las posibles historias finales de una estrella se le conoce como límite de Chandrasekhar, en honor a Subrahmanyan Chandrasekhar, a quien le fue concedido el Premio Nobel de Física en 1983 por sus estudios de la estructura y evolución de las estrellas.

Chandrasekhar reportó sus cálculos en 1928, y para 1939 Oppenheimer afinó un poco más los cálculos. Predijo que una estrella lo suficientemente masiva (por ejemplo, más de 3.2 veces la masa del Sol) colapsaría por completo, creando una singularidad en el espacio-tiempo. Es decir, en estos casos, no se formaría una estrella de neutrones, sino una especie de hueco donde la gravedad sería tan intensa que ninguna materia, inclusive la luz misma, podrían escapar de su atracción. No fue sino hasta 1969 cuando el físico norteamericano John Archibald Wheleer bautizó a este tipo de singularidad como agujero negro.

Esta predicción de un objeto estelar con esas características levantaba algunas cejas entre la comunidad científica por lo exótico que resultaba la existencia de un agujero negro en el espacio-tiempo, aunque su posible existencia en el cosmos ya había sido planteada allá por 1783 por un profesor de Cambridge, Johh Michell, en un artículo publicado en el Philosophical Transactions of the Royal Society of London, fundada en 1665 y que constituye la primera revista científica del mundo. Carl Sagan, en su libro Cosmos, menciona que la luz comenzaría a curvarse si esta se encuentra en presencia de una región de aproximadamente mil millones de veces la gravedad que experimentamos aquí en la Tierra. Para valores superiores, la luz definitivamente no escaparía… y cualquier observador externo al agujero negro no podría verlo, aunque desde dentro del agujero sí se podría ver lo que hay afuera. Algo que podría darnos una idea de la oscuridad que crearía un agujero negro es el material Vantablack, que puede absorber hasta el 99.965% de la luz visible.

El quid de la cuestión es, entonces, ¿cómo observar un objeto estelar que no deja escapar la luz? ¿Cómo detectas algo invisible en la negrura del espacio exterior? Johh Michell también había previsto este detalle: si bien no seríamos capaces de observar los agujeros negros, sí podríamos detectar su atracción gravitatoria. Como los agujeros negros poseen campos gravitatorios enormes, eventualmente atraerían otros objetos estelares en la vecindad (una especie de aspiradoras cósmicas), como planetas u otra estrella. De hecho, los astrónomos conocen sistemas binarios de estrellas, donde una orbita alrededor de la otra. Pero también se conocen sistemas donde una estrella es visible y gira alrededor de un objeto que no emite luz: estos sistemas son candidatos para estudiar a mayor profundidad para determinar si se trata de un agujero negro o simplemente de otra estrella más tenue para observarla.

Otro indicativo de la posible presencia de agujeros negros en sistemas binarios es la emisión de rayos X. La explicación hasta el momento es que, si un agujero negro en realidad se encuentra en la vecindad de una estrella, la materia que le arranca por efecto de su enorme fuerza gravitacional eventualmente cae al agujero negro creando en su camino un movimiento en espiral, donde la materia arrebatada a la estrella alcanza temperaturas lo suficientemente elevadas como para emitir rayos X.

Debido a que los rayos X son filtrados por la atmósfera terrestre es necesario llevar telescopios de rayos X por encima de ella. El primer telescopio de rayos X sobre la atmósfera fue parte de un esfuerzo internacional. Frente a la costa de Kenia, utilizando una plataforma italiana en el océano Índico, los Estados Unidos pusieron en órbita el observatorio de rayos X nombrado Uhuru (“libertad” en swahili). En 1971 Uhuru descubrió una fuente de rayos X en la constelación del Cisne (Cygnus X-1), donde se halla una estrella supergigante azul, la cual se encuentra atraída por una compañera que no emite luz, pero de gran masa (aproximadamente 10 veces la del Sol). ¿Se trataba de un agujero negro?

En diciembre de 1974, dos físicos prominentes, Stephen Hawking y Kip Thorne (discípulo de John Wheeler), realizaron una apuesta al respecto. Hawking decía que Cygnus X-1 no era un agujero negro, Thorne afirmaba que sí. Para 1990, se habían recabado suficientes datos para que Hawking aceptara su derrota. Honró su apuesta con una subscripción anual a la revista Penthouse a favor de Thorne.

Actualmente se conocen más sistemas candidatos de agujeros negros no solo en nuestra galaxia sino en otras más. Ahora que sabemos que los agujeros negros pueden surgir de la muerte de una estrella, y dada la larga historia del Universo, resulta lógico pensar que los agujeros negros podrían ser más comunes (y de distintos tamaños) a pesar de sus exóticas propiedades.

Una hipótesis que llevaba tiempo entre los astrónomos era la existencia de un agujero negro supermasivo (una masa de 4.154 millones de veces la del Sol) en el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. En 12 de mayo de 2022 un consorcio internacional llamado “Telescopio del Horizonte de Eventos” (Event Horizon Telescope) reveló la imagen de este agujero en el centro de nuestra galaxia, al cual han nombrado Sagitario A*. En este consorcio participaron científicos e instituciones mexicanas como el Gran Telescopio Milimétrico Alfonso Serrano (GTM), localizado en el estado de Puebla, operado por el Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE), un centro público de investigación (CPI) CONACyT.

En un comunicado del propio CONACyT, se menciona que la Dra. María Elena Álvarez-Buylla Roces, directora del CONACyT, “subrayó que la presentación de resultados de las observaciones sobre la vía láctea representa un paso crucial para el avance del conocimiento y el entendimiento profundo del universo”. Y también: “recordó [la Dra. María Elena Álvarez-Buylla Roces] que a través del Conacyt, el Gobierno de México ha apoyado de manera decidida el desarrollo, mantenimiento y mejora del Gran Telescopio Milimétrico con el objetivo principal de maximizar su impacto en investigación científica y desarrollo tecnológico de México”.

La anterior declaración de la directora ha sido vista por algunos como un “colgarse la medalla”, toda vez que, en mayo de 2015, durante un seminario impartido en San Cristóbal de las Casas (organizado por el EZNL), mencionó que “La ‘ciencia occidental’ ha producido los avances más deslumbrantes y, a la vez, más inútiles, como la llegada a la luna”.

Nada más alejado de la realidad. La propia NASA cuenta con un sitio donde enlista algunas de las tecnologías derivadas de sus programas y cómo se insertan en productos comerciales en nuestra vida diaria: más de 2,000 empresas se han creado desde 1976, y la derrama económica ha superado la inversión inicial de llevar al ser humano a la Luna.

Ahora bien, ¿invertir en el conocimiento de los agujeros negros, tan lejanos y exóticos de la Tierra, puede considerarse inútil? Muy probablemente usted ha visto la película Interstellar, dirigida por Cristopher Nolan. Para esta película, se utilizaron las ecuaciones que derivó el Prof. Kip Thorne para simular con la mayor precisión posible en el mundo hasta ese momento cómo luciría un agujero negro (Gargantua) que gira casi a la velocidad de la luz. El agujero negro simulado en la compañía de efectos especiales Double Negative no sólo se convirtió en un personaje más de la trama, sino en un descubrimiento científico por sí mismo: por lo menos dos publicaciones científicas se desprendieron de esta colaboración entre Kip Thorne y la compañía de efectos visuales. Cada cuadro donde aparece Gargantua tomó aproximadamente 100 horas de simulación. No es de sorprender que Interstellar ganara los premios Oscar por mejores efectos visuales en 2014. La cereza del pastel: tres años después, el profesor Thorne compartió el premio Nobel de Física por sus contribuciones a la detección y observación de ondas gravitacionales. Apuesto a que los resultados visuales obtenidos en la película Interstellar le hicieron ganar algunos puntos en el comité del Nobel.

La investigación de objetos estelares como los agujeros negros, por muy teórica y alejada de cualquier aplicación práctica que podamos imaginar no debe menospreciarse. El propio John Wheeler imaginó una civilización lo suficientemente avanzada para aprovechar la energía que se desprende cuando un agujero negro engulle materia o colisiona con otro agujero: estos procesos gravitatorios pueden liberar mucha más energía que los procesos termonucleares propios de las estrellas. Quizá los agujeros negros puedan llegar a indicarnos la existencia de otras civilizaciones, o la concepción de nuevas formas de aprovechar la energía. La búsqueda de lo invisible puede ofrecer buenos dividendos, así como la colaboración de los científicos en el mundo del entretenimiento.