Órale Politics! – La perra de Leondres

Hace ya un buen de años que tuve la suerte de ver un anuncio en el periódico universitario de la Universidad de California en San Diego. Yo había obtenido una beca-residencia en la universidad para trabajar en mi tesis doctoral. Esta maravillosa experiencia se la debo en buena medida a mi querido amigo y leyenda entre mexicanos, el buen Wayne Cornelius, he de señalar.

Y bueno, el anuncio decía que había que cuidar a una perra en un departamento del centro de San Diego mientras su dueño salía de vacaciones por unos ocho días. Buena paga, refrigerador lleno y lo más importante, a mí me serviría de un magnífico break.

El centro de San Diego es uno de mis lugares favoritos en los USofA y yo ya necesitaba despejarme del trabajo en el que me había inmiscuido. El intelecto se desgasta rápido después de meses y meses de chambearle sin parar y el descanso no nada más era necesario, sino urgente.

Contacté al dueño de la perra y dio la casualidad que él trabajaba en un Centro de la universidad que estudiaba la justicia en México, justo en el complejo académico donde yo realizaba mi estadía. Además resultó que nos conocíamos. Él me invitó a cenar con su novia y fui con mucho gusto a su departamento. Ahí conocí a su perra, de cuyo nombre no puedo acordarme. Una perra grande, mestiza, de pelo gris corto y muy cool. La cena fue exquisita, muy sana, al más puro estilo California.

Me llamó la atención algo que vi y que me imaginé que era la primera y última vez que iba a verlo en la vida. La perra se la pasaba husmeando lo que comíamos y mi amigo, en lugar de llamarle la atención y sanseacabó… no, mejor se puso a gruñirle y a ladrarle para que la perra entendiera en su propio idioma, supongo yo, que no había que trepar el hocico a la mesa, juntito al pan de trigo orgánico recién salido del horno. Y no le funcionó mucho que digamos, pero pudimos terminar la cena sin mayor contratiempo. Muchos años después, cuando tuve la suerte de ver los programas de César Millán, entendí que mi amigo simple y sencillamente no sabía educar a su perra, al menos a ese respecto. Aunque creo que acabó hablando un excelente idioma perro.

Ya en la sobremesa, yo le pedí a mi amigo (no a la perra) que por favor me contase la historia de la perra. Ni tardo ni perezoso, mi amigo empezó a narrar una historia en extremo interesante. A resumidas cuentas, mi amigo decidió recorrer México en su Combi para recopilar información acerca de su tesis doctoral sobre la justicia mexicana. Los orígenes étnicos de mi amigo eran mexicanos, así que no tuvo problema alguno en manejar, comer lo que se encontrase en el camino sin morir en el intento y pernoctar en su Combi para ahorrarse lo del hospedaje. En esta aventura en Combi, un día pasa por Leondres y ahí se halla en la calle a una cachorrita gris muy linda y juguetona y decide adoptarla en ese momento. La perra era en realidad una perra migrante, recogida en las mugrosas calles de Leondres y que vivía sin empacho alguno en la zona más selecta del centro de San Diego.

Finalmente, vino la tercera sorpresa de la noche. Él me dice que la perra está acostumbrada a que la saquen todos los días a las seis de la mañana, que me iba a dejar las llaves de su camioneta sobre la mesa y que había que levarla a correr libremente a un parque público fifí de San Diego para que se despabilara. Yo le dije que no había problema, que a mí me encantaba despertar temprano y que con gusto la llevaba al parque. Yo le pregunté que si la salida por las mañanas era rigurosamente a las seis. Él me dijo que sí. Yo le pregunté que qué pasaba si me quedaba dormido. Él me respondió que eso era imposible. Acto seguido me indicó dónde estaba la comida de la perra, mi comida y las famosas y deliciosas orejas de puerco, que se las podía yo dar a la perra a manera de botana, no más de dos por día.

El primer día de mis vacaciones pagadas me desperté a las 5:55 de la mañana y abrí un ojo. Vi la hora en el despertador y dije hacia dentro el mexicanísimo: “otro ratito”. A las 6 en punto la perra da un brinco, se sube a la cama y con el hocico me tumba de la cama. Creo que por eso su dueño había aprendido a ladrar. En fin, agarro las llaves de la camioneta y vámonos para el parque. La perra feliz y yo contento. Llegamos al parque y me hallo con un lugar hermoso, con árboles y pasto perfectos. Generalmente a esa hora había poca gente. La perra ya sabía su rutina y brincaba juguetonamente por todos lados. También se echaba sus super cakes, mismos que había que levantar ipso facto, para evitar que le tomasen a uno fotos y que luego la policía lo anduviese buscando a uno para pagar unas multotas ejemplares.

Yo siempre me puse un poncho mexicano de lana para ir a estas frías travesías perrunas. Algo que me empezó a llamar la atención es que como que me había vuelto invisible en el parque. Yo ya me había acostumbrado a saludar a media humanidad y a ser saludado por media humanidad en la Universidad de California en San Diego e incluso en el mismísimo San Diego. Mi acento neoyorkino y lo moreno claro de mi piel me ubicaba como un mexicano de tercera generación en la ciudad y eso me hacía saludable (o sea, que la gente me saludaba) ante los ojos de los güeritos. Los afroamericanos siempre me ignoraban, pero ya me había acostumbrado. Los Mexicans me saludaban sin problema alguno y por una razón que todavía no entiendo muy bien, como que les daba por contarme la historia de su vida, siempre en inglés.

El caso es que poco a poco me di cuenta que no es que el poncho me hiciese invisible, sino que el poncho me daba un estatus de gato del dueño de la perra gris feliz. Los paseantes, 90% blancos, ya conocían a la perra y a su dueño. Yo llego con la perra en la camioneta de mi amigo con la perra, pero con poncho. Y hasta ahí llegó el asunto. Nunca devolvieron mi saludo esos perros. De las veintitantas ciudades estadounidenses en las que estuve los años que viví del otro lado del río, sólo Chicago superaba a San Diego en términos de racismo. Bueno Omaha ahí se daba un quien vive con San Diego.

Quizá la mayor diferencia entre estas dos ciudades es que la gente de San Diego es un poco más culta y menos aburrida. Además de que si uno se hartaba de San Diego, simple y sencillamente se podía cruzar la frontera, comer un buen pozole y comprar un buen poncho. En cambio en Omaha… ¿Cruzarse para dónde, por el amor del sacrosanto? En las tres ciudades conocí una cantidad muy amena y feliz de perros (de cuatro patas). Irónicamente, a los perros no les importa de qué raza eres…

Regresó mi amigo de sus vacaciones y cada quién para su casa. Muy de vez en cuando me acuerdo de la perra gris feliz de Leondres, sobre todo cuando se comía con devoción espiritual sus orejas de puerco. Hasta se antojaban. Y no, nunca comí de sus orejas y claro que tampoco me puse a estudiar perro para caerle mejor a los perros de dos o cuatro patas.

 

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