Colores en el mar – Carlos Pellicer y Ramón López Velarde

El pasado 19 de junio de 2019 se cumplieron 98 años de la muerte del gran poeta mexicano Ramón López Velarde, quien nació en Jerez, Zacatecas, el 15 de junio de 1888. A propósito de esa fecha luctuosa, escribí hace algún tiempo una breve anécdota de la presencia de Carlos Pellicer Cámara (1897-1977) en los últimos días de vida de López Velarde. Ambos poetas son, desde mi perspectiva, sendos pilares de las vertientes literarias más importantes del siglo XX mexicano, y qué mejor saber que se conocieron.

El mar “no es un aspecto físico del mundo, sino una manera espiritual”, escribió Carlos Pellicer Cámara (1897-1977) en la tercera página de su primer libro, Colores en el mar, publicado por la insigne editorial Cvltvra, en 1921. “Una manera espiritual”: expresión que se comprende mejor al leer la respuesta que dio el propio Pellicer a la pregunta del poeta José Carlos Becerra, en el verano de 1967, sobre cuál había sido el primer acontecimiento de su vida:

El primer acontecimiento importante de mi vida fue cuando yo tenía cinco años: mi madre me llevó por primera vez al mar. Al mar he dedicado una buena parte de mi obra poética y puedo asegurar que delante del mar tuve por primera vez razón. El mar tuvo para mí esa fuerza inconcebible de hacer pensar a un niño en el principio de la razón de ser de muchas cosas. Entonces, la fuerza, la energía, la velocidad, un dinamismo que solamente el agua tiene, cupo en mí, en esta pequeña, insignificante figura que ustedes ven. (El otoño recorre las islas, ERA/SEP, Lecturas Mexicanas, 10, Segunda Serie, México, 1985, p. 273).

Este descubrimiento habría de cruzar la obra completa del poeta tabasqueño Pellicer, porque el mar vasto, profundo, interminable de su primer libro, fue el punto de partida de sus descubrimientos y sus afanes ulteriores, presentes en toda su obra, como el amor a Dios a través de la naturaleza y la admiración por el héroe americano.

Colores en el mar fue también el tributo de sus admiraciones más sentidas y un resplandor lumínico sobre los nombres presentes en los 35 poemas del libro. Colores en el mar está dedicado “a la memoria de mi amigo Ramón López Velarde, joven poeta insigne, muerto hace tres lunas en la gracia de Cristo”.

Ambos escritores se llevaban nueve años de diferencia. Se habían conocido hacia 1916 ―Ramón López Velarde (1888-1921) tendría a la sazón 29 años, y daba clases de lengua y literatura castellanas―, en los pasillos de la Escuela Nacional Preparatoria, que entonces trataba de recuperar, como toda la ciudad de México, un estado anímico alejado de los horrores de la Revolución y que retomara los cauces intelectuales y académicos de antaño como capital de la República.

La escuela fue, también, el punto de reunión de muchos de los amigos que, diez años más tarde, formarían el grupo Contemporáneos, casi todos de la misma edad, interesados en participar en las revistas que entonces también renacían: El Pueblo, El Universal Ilustrado, Pegaso, San-ev-ank, el Maestro…

López Velarde y Pellicer nunca coincidieron como maestro y alumno; sin embargo, Pellicer sabía del poeta zacatecano por La sangre devota, publicado por Revista de Revistas en 1916, que anunciaba “un nuevo rumbo de la poesía mexicana”, aunque para el joven poeta de Tabasco la poesía de López Velarde significaba una complejidad sustancial afín a sus descubrimientos antes que un modelo de imitación de sus temas aparentes, práctica que sí siguieron otros poetas mexicanos de entonces como Enrique Fernández Ledesma (Con la sed en los labios, 1919), Francisco González León (Campanas de la tarde, 1922) y Severo Amador (Cantos de la sierra, 1918).

Conflicto y solución poética, no imitación. El tenaz conflicto de López Velarde presente en La sangre devota, entre el eros que no termina de morir en la imagen eterna de la mujer inmóvil y la pulsión de muerte que lo aleja de su pueblo natal como expulsándolo del mundo, es quizás el conflicto que, en otros términos, vive el joven Pellicer en la colonia Guerrero, descubridor de la poesía desde 1912, “cuando había tenido la suerte de escuchar a Santos Chocano, presentado por Reyes, recitar 34 poemas en el Teatro Abreu”, cita Guillermo Sheridan (Los Contemporáneos ayer, FCE, 1985, p. 39). Pellicer también venía de otra tierra a instalarse a la ciudad de México, y, como él, escribió sobre la tierra natal que había dejado atrás, aunque sus claves personales y sus referencias fueran siempre distintas.

El primer poema de Colores en el mar, alentado por la pasión hacia la divinidad y su búsqueda intermitente, es una meditación sobre el amor a Dios y su contrapeso terrenal:

El corazón al corazón se fía
si el alma cual águilas natales
estrangula serpientes en la vía.
Gloriosa palma la que de los males
del huracán se libre porque eleve
la fruta con sus aguas tropicales.
El corazón al corazón se fía
lo mismo en esas palmas que en el breve
corazón de la perla más sombría.
(UNAM, 1962, p. 9)

Alegría y candidez que hacen contraste con La sangre devota, pleno de horas melancólicas y reflexiones azules sobre la patria espiritual perdida. Sin embargo, en medio del tono grave de sus lamentaciones, López Velarde conserva el hálito de serenidad que también está presente en los poemas posteriores de su admirador. López Velarde escribe en “A la patrona de mi pueblo” (Obras, FCE, 1990, pp.173-174):

Y yo anhelo, Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza aspiración, hermana
del inmóvil incendio de tus torres,
y que me dejes ir
en mi última década
a tu nave, cardiaco
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática
junto al mismo cancel
que oyó mi prez valiente,
en aquella alborada en que soñé
prender a un blanco pecho
una fecunda rama de azahar.

Más allá de sus términos, las referencias al don supremo de la vida unen las palabras de sus autores en un cauce esperanzador que, en el caso de López Velarde, se mira en los límites de la vida ―y se cumple: Josefa de los Ríos, mujer a partir de quien el poeta construye la figura lírica de Fuensanta, muere el 7 de mayo de 1917―, pero que en Pellicer se busca en el horizonte infinito del mar, “por el afán dinámico que predomina en mí”, escribió.

Ambos autores merecen una lectura más acuciosa y una comparación profunda, pues en la historia de la literatura mexicana su obra presenta rasgos de continuidad, sólidos pilares de nuestra identidad literaria nacional.

Dos magnolias

El acercamiento de los Contemporáneos a López Velarde fue desigual (léase sobre esta relación en Los Contemporáneos ayer, antes citado), e incluso en algunos casos no lo hubo. Esa distancia bien la describe Xavier Villaurrutia al inicio de su semblanza crítica sobre Ramón López Velarde (incluida en la excepcional compilación de Marco Antonio Campos Ramón López Velarde visto por los Contemporáneos, Zacatecas, Gobierno del Estado, Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde, 2008).

No obstante, hubo un momento compartido que definió también la relación de los jóvenes poetas con López Velarde. En junio de 1921, el poeta de Zacatecas enfermó de pleuresía, enfermedad que lo llevaría a la muerte el día 19. En sus días de agonía, sus amigos lo visitaban y velaban porque tuviera todo a su alcance. Guillermo Sheridan, en Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde (FCE, 1989), relata los últimos momentos del poeta, en los que la admiración de Pellicer se vuelve verdadera angustia.

Los poetas, los muchachos y los grandes, iniciaron unas peregrinaciones constantes a la casa de Jalisco [hoy avenida Álvaro Obregón, donde vivía RLV]. Afuera, en el camellón de la avenida, se habían corrillos y se contaba lo que sucedía adentro. Aurora, la hermana de Ramón, sacaba de vez en cuando unas tazas de café que se bebían ahí los amigos en pequeños sorbos. […]
Un par de días antes del tránsito, llegaron Pellicer, Enrique González Rojo, el hijo del doctor [Enrique González Martínez], y Villaurrutia. Llevaban dos magnolias enormes. Jesús [el hermano de Ramón] los dejó asomarse al rellano y verlo de lejos. Ramón estaba en el sillón con una colcha sobre las piernas. Carlitos lo miraba de lejos y se ponía muy atento para ver si Ramón no volteaba o tenía los ojos cerrados. Carlitos extendió las magnolias hacia él y le dio la más amplia de sus sonrisas, como si él fuera un héroe de caballería y las magnolias la panacea que curaría a su amigo. Ramón levantó un poco la mano par agradecer. Xavier luchaba para contener la emoción. Antes de retirarse, Carlitos, que no sabía qué hacer con las magnolias, las puso en el suelo, junto a la puerta. Ahí estaban todavía cuando murió Ramón, secas y amarillas.
(pp. 219-220)

La leyenda cuenta que quien envió las flores fue Margarita Quijano, el amor imposible de López Velarde. El poeta Guillermo Fernández, quien fue amigo de Pellicer, cuenta que las magnolias habían sido compradas por Villaurrutia y “Carlitos”, y que a ellos pertenecían. ¿Acaso eso varía el significado de esas flores a la puerta de la casa de Jalisco? Carlos Pellicer tenía 24 años cuando murió López Velarde, el poeta que no conoció el mar. Meses después, el poeta de Tabasco habría de publicar su primer libro: con ello, abría la compuerta al océano de generosidad que nos ha regalado desde entonces.

@porfirioh

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